PRÓLOGO DE NÉSTOR LUJAN (fragmento):
Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755—1826) es uno de los primeros escritores gastronómicos de la historia de la alimentación humana. Es decir, antes de Brillat-Savarin se escribieron libros de cocina, se escribieron recuerdos sobre gastronomía, pero no se hizo una filosofía de ella, ni se intentó teorizar sobre los valores de los alimentos ni, sobre todo, se intentó estructurar un arte, tan exquisitamente francés, que es el bien comer. Todo ello lo realiza amable y doctoral, BrillatSavarin, en su obra única y excepcional, la Fisiología del gusto. Brillat-Savarin con Grimod de la Reynière fueron quienes, a principios del siglo pasado, lanzaron la gastronomía como una bella arte y quienes pusieron la base al prestigio de la cocina francesa.
La región en que nació Brillat-Savarin —que ha permitido escribir un libro titulado La table aupays de Brillat-Savarin publicado en 1892 por Lucien Tendret, abogado y gastrónomo (1825-1896) también natural de Belley, como una exaltación a la gastronomía—, era la Bresse, donde el arte del bien comer ha sido tradicionalmente cultivado y de donde son naturales las suculentas «poulardes» y muy cerca están, rotundos, los grandes vinos de Borgoña. Brillat-Savarin empezó su carrera como juez y la continuó durante los primeros años de la Revolución Francesa: es decir, en 1789, siendo delegado por sus conciudadanos en los primeros Estados Generales, se hizo famoso por un discurso, desgraciadamente perdido, contra la abolición de la pena de muerte que debió ser fogoso y beligerante.
Sin embargo, en 1792 fue revocado de todos sus cargos por considerársele ligado a las fuerzas conservadoras y acabó emigrando a América. Hizo, hasta cierto punto, el mismo camino que el príncipe de Talleyrand huyendo a los recién nacidos Estados Unidos de los excesos de la Revolución Francesa. Allí vivió de dar lecciones de francés y de su puesto como primer violín en la orquesta del John Street Theatre de Nueva York. Como el príncipe de Talleyrand, Brillat-Savarin creía que «quien no ha conocido los años anteriores a la Revolución Francesa no ha sabido lo que era la dulzura de vivir». Y gustó repetir la frase, nostálgico, hasta el fin de su vida.
En 1796 regresó a Francia y aunque se habían confiscado sus bienes y había perdido una de sus más queridas viñas borgoñonas consiguió pronto un cargo en el estado mayor del general Auguerau, un cargo ligado, como no podía ser menos, con la intendencia. Rehizo un tanto su desbaratada fortuna y luego, a su regreso de las campañas de este general, que tenía que ser uno de los grandes mariscales de Napoleón, Brillat—Savarin fue nombrado juez de la «Cour de Cassation», cargo que conservó hasta su muerte. Esta sinecura le permitió, recuperados ya sus bienes patrimoniales, llevar una vida desahogada aunque siempre dentro de los límites de una honesta y bien entendida discreción.
Fue, al decir de sus contemporáneos, un hombre de gran apetito y pesadez de movimientos. Vivía en París, en la rué Richelieu, y recibía, ceremonioso, a sus invitados dignándose en ocasiones a cocinar, con la solemnidad requerida. En sus últimos tiempos —dicen— hablaba poco y comía mucho. Cuando tomaba la palabra, su conversación era tarda, indiferente y monótona.
Así pasó por la vida el viejo magistrado solterón, dormitando después de comer en la mesa de Juliette Récamier, que era su prima, en la del príncipe de Talleyrand y en la del marqués de Cussy. Murió en 1826; cuatro meses antes había aparecido un libro, Fisiología del gusto, sin nombre del autor. Es el libro más inteligente y espiritual que haya producido la gastronomía.